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LA FUERZA DE LA MANSEDUMBRE
-Por Hna. Anna Caiazza, fsp-

Comunicar es compartir, es poner en común algo que nos pertenece, algo íntimo, algo importante. En un momento tan oscuro de la historia de la humanidad, en una época de conflictos tan acalorados e incontrolados a todos los niveles, sólo compartiendo con delicadeza podremos encontrar el modo de restaurar el alma de la comunicación y hacer que se convierta en comunión, para abrir procesos de paz, para dar testimonio de la esperanza que habita en el corazón.

La mansedumbre, no la arrogancia, es virtud de los fuertes. El Papa Francisco dice que hace falta «¡verdadero valor para ser mansos! Pero hay que avanzar con mansedumbre. No es el momento de convencer, de argumentar. Si uno tiene una duda sincera, sí, puede dialogar, aclarar. Pero no responder a los ataques». Sus palabras parecen hacerse eco de lo que afirmaba el fallecido Card. Carlo María Martini, insigne biblista y pastor: «La mansedumbre es la capacidad de comprender que en las relaciones personales -que constituyen el nivel propiamente humano de la existencia- no hay coacción ni prepotencia, sino que son más eficaces la pasión persuasiva y el calor del amor».

La mansedumbre procede del «calor del amor», que emana de quien lucha a diario consigo mismo por mantener una mirada mansa, por aprender a hablar con todos, a valorarlo todo, incluso lo que parece poco o nada importante, hasta la fragilidad.

El pensamiento corre hacia una imagen y unas palabras que han atravesado los siglos, las palabras de la Montaña, pronunciadas por un Mesías siempre desconcertante y transgresor: «Bienaventurados los mansos, porque ellos heredarán la tierra» (Mt 5,5). Para los mansos, la tierra no es, por tanto, un espacio de contienda y violencia, sino de comunión y de compartir; es una posibilidad de vida, una condición para realizar la vida.

¡Buena noticia, la proclamada por Jesús en la Montaña! Como buena noticia fue su entrada “triunfal” sobre una cría de asna y no sobre un orgulloso caballo, la montura de los conquistadores arrogantes. Fue buena noticia que dejara para la memoria futura e instrucción solemne para sus discípulos, presentes y futuros, el ceñirse a la cintura un delantal de siervo y agacharse a lavar los pies sucios y cansados.

Buenas noticias, instrucción sobre cómo heredar -y no ocupar- la tierra. La tierra es dada como herencia, como bendición, por Dios, una bendición de la que hay que dar testimonio, incluso en días como los nuestros, en los que parecen prevalecer la arrogancia, la prepotencia, el deseo de poder y de conquista. El testimonio es esencial precisamente en días como éstos. De ello depende también la fe, porque no se puede anunciar a Jesús, que habla de Dios con mansedumbre, humildad y misericordia, y hacerlo con un estilo arrogante, con tonos fuertes, con actitudes mundanas...

Donde hay mansedumbre, es posible la paz. Allí donde, por la presencia del Espíritu, nos educamos para ser mansos, colaboramos a sembrar el Reino, a hacer germinar la esperanza de un mundo nuevo, en el que se cumplan las promesas de Dios.

La mansedumbre evangélica es fruto del Espíritu (cf. Ga 5,22-23), es un don que debe ser invocado y acogido cada día, un compromiso de crear cada día las condiciones para desarrollarlo.

Me remito de nuevo al Card. Martini que, en su libro ¡Bienaventurados ustedes! La promesa de la felicidad, hace interesantes consideraciones sobre la mansedumbre, “maestra” cotidiana de vida, ofreciendo indicaciones muy concretas que pueden ser útil -a mí, en primer lugar, y a ustedes- para caracterizar con mansedumbre y deseo de paz las relaciones entre nosotros y con los demás.

No siempre querer tener la última palabra en las discusiones. A veces no nos resignamos a que la otra persona concluya la discusión y queremos el remate para nosotros. Sería bueno aprender la dicha de los que, llegado cierto punto, saben callar con humildad, dejando que la otra persona prevalezca, porque no es tan importante ganarla.

No responder al mal con el mal. Por “mal” no me refiero sólo a la violencia física, sino también a esos pequeños sarcasmos de la conversación a las que a menudo estamos tentados de responder con otras tantas pequeñas ironías; a todas las insinuaciones groseras, que por desgracia inflaman nuestro discurso y el de los demás, a las que estamos tentados de responder con otras mordacidades. Todo esto va contra la mansedumbre cristiana, contra el espíritu de paz, contra la verdadera humildad; ofusca el corazón, agrava la mente, impide la oración, llena la imaginación de emociones confusas y pesadas.

Por tanto, la mansedumbre es también un método de convivencia. La Venerable Hna. Tecla Merlo nos ha invitado muchas veces a inspirarnos en el comportamiento del Maestro Divino, «humilde y manso de corazón», buscando el último lugar (cf. VPC 76), respondiendo con humildad y mansedumbre a los rechazos e insultos: «Recordemos bien que las palabras humildes y dulces, en respuesta a la grosería, son semillas que germinarán y producirán mucho bien» (VPC 25).

Si cultivamos actitudes de mansedumbre, conformándonos con Él y acogiendo los signos con que se manifiesta en nuestra vida, nos formaremos a un espíritu de mansedumbre y de paz, no seremos puntillosos, no guardaremos resentimientos ni rencores, no esperaremos a ser correspondidos para expresar benevolencia, amor, misericordia (que es la plenitud de la mansedumbre). Y afrontemos con serenidad lo que la vida nos depara en cada momento, porque nuestra esperanza está en Dios: Él lo tiene todo en su mano y nos lo deja todo en herencia.

Dichosos nosotros si recorremos con humilde tenacidad «el camino de la mansedumbre evangélica para dejar que el Espíritu nos regenere a una vida nueva» (Papa Francisco).

 
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