MARÍA, APÓSTOL DE LOS DESEOS
-Por padre José Forlai, igs-
Los deseos santos nacen de una fe viva y de un corazón amante, y son el primer paso hacia las obras. Es como la semilla que se abre, empuja la pequeña raíz hacia la tierra en busca de alimento y se desarrolla hasta convertirse en una pequeña planta, destinada a crecer y dar fruto. Si [tales deseos] llegan a la oración, dan ya frutos preciosos.
Hay muchos deseos vacíos, estériles, extraños, malos; como hay críticas ociosas, incluso pecaminosas. Por eso decía san Pablo: «Huyan de los deseos juveniles». En cambio, están los deseos de Dios «que quiere que todos se salven y que todo hombre llegue al conocimiento de la verdad». Y los deseos del alma enamorada: «Oh Dios, tú eres mi Dios, al amanecer te busco; mi alma tiene sed de ti».
S. Pablo tenía deseos ardientes: «Sentíamos tanto afecto por ustedes, que anhelábamos entregarles no sólo el evangelio de Dios, sino nuestras mismas vidas». «Teniendo un gran deseo de morir e ir con Cristo».
En el Salmo 42/41,2 leemos: «Como la cierva anhela el agua de la fuente, así te anhela mi alma, Señor».
Por eso hay que cultivar los buenos deseos: «Mi alma se consume anhelando tus decisiones» dice el Salmo. Bajo la guía de Joaquín y Ana, y alimentada por la Sagrada Escritura, María creció como un olivo prometedor; era como la sede de toda virtud. Leyendo las Escrituras y aprendiendo de la palabra viva, aquellos suspiros se convirtieron en el apostolado de los deseos de la venida del Mesías y de la redención de la humanidad.
Apostolado eficaz
Doctores y teólogos de la Iglesia confirman que la venida del Salvador fue acelerada precisamente por los ardientes suspiros de la Santísima Virgen.
El ven. Pallotti los resume y escribe: «Fue establecido en los adorables decretos de Dios, que los Justos, y especialmente la Reina de los Santos, por sus mortificaciones, ayunos y deseos, debían apresurar la Encarnación del Hijo de Dios. Y así sucedió, a pesar de que el mundo estaba lleno de pecado e indignidad».
En la Vida de María de Willam leemos este pasaje tan conmovedor: «En la existencia de María todo sirvió para atraer al Verbo de Dios a su seno: especialmente el hecho de su consagración virginal al Señor».
Ciertamente se puede decir que, en el templo, Simeón, justo y temeroso, esperaba la salvación de Israel; Ana, noche y día, imploraba al Señor que acelerase la venida del Mesías; pero sobre todo María. Ella, en su soledad, se ofreció como sacrificio por la salvación de Israel y del mundo entero. Era como una paloma que gime sobre las ruinas de un gran edificio: el hombre que salió hermoso de manos creadoras y Te ruego, si encuentras a mi Amado, dile que languidezco de amor por él Soy del Dios santificador, había sido desfigurado por el pecado original. Y sus gemidos fueron oídos por el Padre, que se movió para restaurar el edificio en Cristo: «Recapitular todas las cosas en Cristo».
Simeón oró fervientemente, y recibió una comunicación del Espíritu Santo de que no moriría antes de ver al Salvador con sus propios ojos. Ana, en el Templo, oró, suspiró, ayunó: y reconoció inmediatamente al Mesías, cuando José y María vinieron con el Niño para la purificación. Agradecieron al Señor con gran fe y alegría. Estos santos deseos, en María, duraron desde la concepción inmaculada hasta el momento en que, habiendo pronunciado su Fiat, el Hijo de Dios se encarnó en su seno. De hecho llegó la «plenitud de los tiempos» (Gal 4,4). El Arcángel Gabriel fue enviado a la Virgen para anunciarle que había llegado el tiempo profetizado por el hombre de los deseos, Daniel, y para ofrecer a María la maternidad divina. Era la gran hora de la humanidad.
Dios concede los santos deseos, oye los suspiros de los justos, cuando gimen ante el altar de Dios. ¡Cuántas almas, en los silencios de la clausura, en íntima comunicación con Dios, tal vez incluso en medio de la angustia y del dolor, se hacen oír por el Señor! El corazón del Padre celestial se conmueve al compadecerse de estos hijos que ponen en Él toda su confianza y repiten: «Venga a nosotros tu reino».
«El Señor escucha los deseos de los pobres». «Tú has saciado el deseo de su corazón». Cuando María apareció en la tierra, apareció la aurora: «Aurora que asoma», nuncia y portadora del Sol de Justicia, Cristo Jesús». Ella, niña, era la Esposa de los Cánticos que llamaba a su Esposo Jesucristo: «Oh amor de mi alma, hazme saber dónde apacienta el rebaño... Ven amado mío a tu jardín... Oh hijas de Jerusalén, Mi amado es para mí, y yo soy para mi amado...». |