JUVENTUD Y SEXO.
LOS IMPULSOS BÁSICOS DE LA ADOLESCENCIA
-Por pbro. Enrique Fabbri, sj*-
La adolescencia es una temática que nos interpela y nos interesa a todos, especialmente por la vulnerabilidad en la que vive en la actualidad. El sacerdote jesuita Enrique Fabbri, antes de partir a la casa del Padre, nos dejó unos valiosísimos escritos sobre el tema, que no podemos dejarlos pasar. Llama la atención la actualidad con que se abordan los temas, siendo que se escribieron cerca de 2015, nos brindan mucha luz sobre la materia y son una invitación para reflexionar y actuar. Para el provecho de todos, iremos publicando la totalidad del texto, pero dividido en breves temas o títulos cada mes.

El hombre es un ser de deseos, anhelos y proyectos: los primeros brotan de la realidad preconsciente e inconsciente bío-psíquico-espiritual del mismo; los segundos los elabora con mayor o menor conciencia en el nivel de su libertad. El puente corporal entre ambos es su actividad cerebral.
Es misión del hombre armonizar ambos niveles en un ejercicio responsable de su pensar, querer y hacer, aprendiendo a vivir “con los otros” y “para los otros” 1 . Lo cual sólo es fruto de un largo, esforzado y generoso aprendizaje. Esto supone como punto de partida una progresiva y recta comprensión de la compleja realidad que es su sexualidad.
La sexualidad en el hombre no es un destino predeterminado, sino un proyecto y una misión. Es la resultante de una herencia, una cultura y una interioridad. Esta interioridad al operar en el nivel biológico, psicológico y socio-cultural del ser humano, mediante el complejo mecanismo del cerebro 2 , va dando un sentido –sano o insano, maduro o inmaduro, verdadero o falso– a las solicitaciones internas de su organismo genital, de su psiquismo y de los mensajes que le vienen de las así llamadas “estructuras y culturas sexuales”, donde le toca vivir y manifestarse.

Este proceso se prolonga por muchos años: comienza en la infancia y se asume bien o mal en la adolescencia. Produce su fruto valedero, si se aprende a responder a sus exigencias buscando su verdad correspondiendo a las dinámicas básicas que manifiestan su bondad. Esta bondad aparece en el núcleo espiritual (interior) propio y exclusivo de la sexualidad humana, al que se suele llamar la “Complacencia”. Esta vendría a ser como la simbiosis entre querer amar y sentirse amado. Es la dialéctica: “deseo-placer” que se manifiesta como la atracción, el gusto, el encanto de estar juntos. Es la ternura sexual –sexualidad pregenital o del encuentro– que describimos como “la delicadeza de corazón manifestada corporalmente”. Esto ya comienza a esbozarse en aquellos adolescentes que “nacen bien de su niñez”.
El motor y timón que asume esa dimensión “espiritual” del sexo y desde allí da sentido a su dimensión génito-corporal (biológica) y erótica (psicológica) es el amor –cuyo símbolo es el corazón–, que al hacer del cuerpo sexuado su lenguaje, alimentándolo con la verdad, le hace vivir una historia real y libremente humana.
Dinámica y riesgo de la adolescencia
Los y las adolescentes son sujetos, es decir que tienen su propia vida interior, pero para hacerse plenamente personas requieren incorporar una serie de predicados, es decir contenidos que en parte le vienen de su propio ser y en parte del exterior. El primer predicado es de origen biológico que se remonta a por lo menos tres generaciones y al contenido cultural preconsciente que ella trae consigo.
El segundo se origina en la forma como fue concebido y aceptado por un varón y una mujer, su padre y su madre a lo que se agrega el contorno familiar que lo rodea.

El tercero, lo comienza a recibir del ambiente escolar formal e informal donde acude para ser educado, sobre todo en su misión y responsabilidades en el ámbito extrafamiliar.
El cuarto es el contorno ambiental que continuamente lo acompaña. Es lo que comúnmente se llama “mediático”: barrio, compañerismo, televisión, Internet, “chateo”, publicidades, etc.
En la medida en que todo esto funcione se lograrán adolescentes bien orientados/as hacia la juventud o fracasados/as en una angustiante adolescencia que se hace cada vez más aberrante con el correr de los años. Lo que hay que esperar de la edad de los adultos es que se capaciten y sepan poner los medios apropiados para que la adolescencia pueda crecer en una “cultura de la bondad”, donde el “hombre bueno” es escuchado, valorado y ayudado.
Es verdad que él y la adolescente no aparecen inesperadamente en la historia de los hombres, puesto que han auto nacido de su niñez que pudo ser bien o mal encarnada 3 . Pero no se puede negar que la educación de la libertad por iniciativa propia de cada ser humano comienza por aprender a ser personalmente responsable desde que se deja de ser niño o niña por el despertar de su genitalidad de manera plena, que es la llamada pubertad.

Chicas y muchachos no siempre superan bien los riesgos de ser adolescentes. Pueden resbalar consciente o sin darse del todo cuenta, en parte depende de cómo fueron educados cuando vivían su niñez, en unos módulos de comportamiento que frenan, retardan, obstaculizan o deforman la conducción armónica de su personalidad. Entre estos se pueden señalar los siguientes: hacer de sus fantasías una realidad; la tendencia a masificarse en lo que hace la mayoría; la dependencia afectiva de sus ideas; la carencia de matices y el rigor acrítico de sus opiniones; la debilidad de su reflexión y el exceso de su autoexaltación; el deprimirse por lo mismo fácilmente; el no querer valorar a las personas que difieren con su mentalidad; etc.
Además, en la adolescencia se comienza a reivindicar una identidad autónoma, diversa generalmente de la identidad que la familia pretende. Revelarse y querer ser una persona autónoma son aspectos necesarios de la esperanza propia de esa edad. Por muchos aspectos el sexo es una esfera ideal para exprimir esta rebelión. En la tendencia a querer relacionarse corporalmente, más allá de creerse ya grandes y capaces de hacerlo, hay muchas otras motivaciones conscientes o semiconscientes: darle el gusto a la pareja; temor de perderla; conformarse a lo que es el comportamiento de la mayoría; curiosidad de verse desnudos y experimentar cómo funcionan sus cuerpos sexuados; etc. No hay en esa etapa ninguna intención de comprometerse y su sexualidad no ha llegado todavía a la suficiente madurez bio-psíquica para dar un sentido plenificante a esa actitud, pero se corre el triste riesgo de que la jovencita pueda quedar embarazada antes de tiempo. En esta etapa los y las adolescentes que, por diversas causas se largan por este camino, no están todavía preparados para prever las consecuencias a largo término de ese comportamiento. Por lo tanto, esta conducta sexual, dejando de lado a toda valoración religiosa, a nivel puramente natural puede llamarse con toda justicia riesgoso porque no contribuye a la madurez integral de la joven pareja.

Pero frente a estas características aquellos y aquellas adolescentes que las saben encarar y encausar hacia metas positivas, encuentran en su diálogo con adultos y adultas maduras estímulos y apoyos que mutuamente se dan para vivir de acuerdo a su dignidad humana. Quizás en esta civilización del post e hipermodernismo no sea fácil encontrar este planteo, pero no hay que perder la esperanza, si se quiere salvar el mundo de los hombres.
Ya hace casi treinta años que escribía un agudo observador con una consoladora tonalidad profética: “El adulto, que ha aprendido la paciencia, la tenacidad, la referencia a factores múltiples, el arte de retocar un plan, la adaptación, la colaboración puede imaginar que está lejos de su adolescencia. Pero todas estas cualidades resultarían ineficaces sin un dinamismo que procede de su adolescencia. Filtrados así por el realismo adulto, lo valores adolescentes aparecen bajo una luz mejor. El equilibrio entre el dinamismo juvenil y el realismo adulto no siempre se obtiene inmediatamente. Se registra un perpetuo debate en cada uno de nosotros, entre la exaltación y el escepticismo, ente el progreso y el conservadurismo, entre el idealismo y el desaliento. Es un debate que discurre en el corazón de toda sociedad. Lo que en él se arriesga es la inserción de los valores descubiertos durante la adolescencia en las realizaciones de la edad adulta. No nos referimos solamente a los valores que se traducen en ideales bien formulados, en principios de vida, sino también a esos valores inconscientes que son la manera de adoptar el propio cuerpo y de vivirlo; la manera de profundizar y de nutrir la propia vida interior mediante la lectura, la música, la oración… La manera propia de ser en las relaciones de camaradería y en las amistades; la manera de afirmar la propia personalidad, de reivindicar la propia libertad, de inscribirla en la colaboración; la elección de un determinado modo de reflexionar, de una determinada manera de juzgar, de criticar, de admitir la réplica, etc.…, de reconocer la verdad. Son todos ellos valores fundamentales precisados durante la adolescencia y que sostendrán la vida adulta” 4 .
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1. Decía Juan Pablo II: “De todo esto se desprende un cierto número de conclusiones capitales. Las consideraciones que acabo de hacer, en efecto, ponen de manifiesto que la primera y esencial tarea de la cultura en general, y también de toda cultura, es la educación. La educación consiste, en efecto, en que el hombre llegue a ser cada vez más hombre, que pueda «ser» más y no sólo que pueda «tener» más, y que, en consecuencia, a través de todo lo que «tiene», todo lo que «posee», sepa «ser» más plenamente hombre. Para ello es necesario que el hombre sepa «ser más» no sólo «con los otros», sino también «para los otros». La educación tiene una importancia fundamental para la formación de las relaciones interhumanas y sociales (…) Tampoco faltan en nuestra época estos hombres que aparecen como grandes, sencillamente por su humanidad, que saben compartir con los otros, especialmente con los jóvenes. Al mismo tiempo, los síntomas de las crisis de todo género, ante las cuales sucumben los ambientes y las sociedades, por otra parte, mejor provistos –crisis que afectan principalmente a las jóvenes generaciones– testimonian, a cual mejor, que la obra de la educación del hombre no se realiza sólo con la ayuda de las instituciones, con la ayuda de medios organizados y materiales, por excelentes que sean. Ponen de manifiesto también que lo más importante es siempre el hombre, el hombre y su autoridad moral que proviene de la verdad de sus principios y de la conformidad de sus actos con sus principios” (Discurso a la Unesco, 2 de junio de 1980, n. 11). Juan Pablo II describe con rasgos precisos y adecuados las características principales de esta edad de la vida: “Luego vienen la pubertad y la adolescencia, con las grandezas y los riesgos que presenta esa edad. Es el momento del descubrimiento de sí mismo y del propio mundo interior; el momento de los proyectos generosos, momento en que brota el sentimiento del amor, así como los impulsos biológicos de la sexualidad, del deseo de estar juntos; momento de una alegría particularmente intensa, relacionada con el embriagador descubrimiento de la vida. Pero también es a menudo la edad de los interrogantes más profundos, de búsquedas angustiosas, incluso frustrantes, de desconfianza de los demás y de peligrosos repliegues sobre sí mismo; a veces también la edad de los primeros fracasos y de las primeras amarguras” (La catequesis en nuestro tiempo, 1979, n. 38).
2. Como afirma un especialista: “El origen del deseo sexual y de la mayoría de las conductas sexuales está en el cerebro. Hace algo más de un año, un grupo de investigadores franceses, mediante unas técnicas de investigación complicadas, localizó e identificó cinco regiones del cerebro que entran en acción en el momento de la excitación sexual. La activación del cerebro pasa por esas cinco zonas antes de decidir si entra o no en acción” (C. PUERTO, Sexualidad y celibato, revista Vida Nueva, n. 3336 (6.VII. 2002), pág. 28.
3. No voy a hablar de la niñez aquí. Sobre ella he escrito en mi libro Familia, escuela del amor, ed. Paulinas, Bs. As., 1999, págs. 129-149.
4. P. GUILLUY, “Valor de la adolescencia” en La adolescencia, ed. Herder, Barcelona, 1978, págs. 390-391. |